sábado, 15 de noviembre de 2008

Los pibes del subte

Acá abajo no es de noche ni de día, las bocinas de los trenes sólo dejan un pequeño espacio en los oídos para escuchar algún flash informativo, el anuncio de la temperatura o el silencio que deja el subte cada vez que sale hacia la próxima estación. Los adultos llegan o se dirigen hacia sus trabajos, hogares, gimnasios; caballos en una carrera que no les permite mirar hacia sus costados. Del otro lado, debajo de la escalera, en los asientos de la inmensa estación de Congreso de Tucumán están los chicos. Tal vez decir chicos, es solo una forma de distinguirlos, sus vidas son aún más difíciles que las de cualquiera de los adultos que salen corriendo del subte sin siquiera notarlos.
Poco les importa lo descrito a estos buscavidas small-size, que al igual que los otros ya terminaron también su jornada y esperan al resto de sus compañeros para tomar el tren hasta sus barrios. No Belgrano, no Palermo; sí Gonzalez Catán, sí Lugano. Sus vestimentas los diferencian de las de los chicos normales. Pantalones gastados, zapatillas casi sin suela, la misma remera por generaciones de hermanos, demuestran que la ropa no es su mayor contrariedad.
“Dale guacho, andá a llamar a tu hermano que ya no vamos”, le ordena uno de los más grandes a otro chiquito que sale sacando chispas contra los azulejos del anden. Jony, el más grande (14 años), cuenta que hace tiempo trabaja en el subte. Primero repartía tarjetas, luego malabares, hasta que un día una señora le regaló un acordeón. De allí en adelante no se separó de su instrumento y alegra los viajes de los pasajeros cantando “Los caminos de la vida”. Mucho tiene que ver su vida con la canción, cuida de sus cuatro hermanos más chicos y de su madre que ya no trabaja como empleada doméstica. Pero a la canción le falta un padre, ex obrero de la construcción, que quedó rengo por accidente mientras remodelaban “uno de esos edificio grandes y naranjas que hay por puerto madero”.

Parece una gran familia la que se reúne aquí cada día, sin embargo, como en cualquier trabajo, conviven personas de todos los lugares. Mientras Jony junta a sus hermanos, saluda a Nicolás, un muchacho más grande que encontró en la venta una forma de ganarse la vida. “Trapos, cuadernos, stickers, lapiceras, pilas, agujas, colitas para el pelo”, todo tipo de productos que lo ayudan a comprarse los remedios para la epilepsia. “Una vez le dio un ataque cuando esperaba el subte, acá, ahí al ladito de donde estás vos parado, je. Yo lo rescate, le entré dar de cachetadas par que se recupere y a agarrarle la lengua para que no se la trague y muera asfixiado”, relata Jony. Mientras, Nico lo escucha, sonríe y se despide de nosotros para subir al último subte. Detrás de ellos, los chicos y chicas, de entre tres y trece años siguen llegando. Ahora son casi quince, el recuento dice que faltan tres y ya estarán listos para partir.

Los “pibes del subte”, como se llaman ellos, ubican varias categorías dentro del mundo subterráneo. El primer eslabón de la cadena son los pasajeros, para ellos todos iguales y anónimos, más allá de algún gesto de generosidad particular que difícilmente es recordado luego de dos o tres días. Después están los guardias, y el personal de cada estación; y en particular, de la terminal. Ellos son los que los cuidan, de alguna forma son sus mayores. Algunos los quieren , otros ni les hablan y hacen lo posible por ahuyentarlos. Finalmente, están sus compañeros. Hay varias familias que se dividen el reino del minotopo y respetan ciertos códigos, como el de no entrar a vender al vagón cuando haya otro haciendo su gracia (tanto vendiendo como cantando, o pidiendo). La familia de Jony sólo está en la línea D.

La estación ya parece desierta, los trenes que llegan bajan diez, veinte pasajeros. El calor ahoga los gritos de los chicos que se entretienen con una pelota de tenis, jugando al fútbol. Todos tendrían que estar en el colegio, ninguno va, algunos dicen haber ido “hasta que no dio para más”. De ahí que las primeras novias y los novios se formaron acá. Las chicas lanzan la primera piedra: “ A Juanito lo conocí cuando empezó con los malabares”, recuerda María, mientras ensaya una sonrisa sin ninguna dificultad luego de doce horas de trabajo.

“Llegamos acá a las diez de la mañana y hasta la noche no nos vamos, en invierno ni el día vemos”. Hay una situación que los chicos más grandes apenas se animan a contar. Es la de los “empleadores”-si se les puede llamar así-, aquellos que reclutan a los niños más chicos (desde los tres años) y los explotan a cambio de una pequeña parte de lo ganado en el día. Esto resulta efectivo para sus madres, muchas veces las empleadoras, que ganan cierto dinero extra, fundamental para mantener las urgencias de su precario hogar. De este modo los chicos dejan de ir a la escuela, o pierden años y repiten por ir a trabajar, la vieja y conocida historia de siempre, pero en una nueva y más cruenta versión, a la que se le pueden agregar los casos de sordera por la insalubre situación que pasan bajo tierra.

Llega Pablo, el último que faltaba al grupo, los demás lo cargan, le preguntan si se quedó durmiendo por algún vagón o si se pasó con “el poxi”. Los veo caminar juntos, subir la escalera mecánica. Se empujan, hacen chistes, cada uno con su mochila. Suena un timbre, una bocina, parece que recién salen de la escuela y juegan una carrera para ver quien llega antes a comer.





IVO

No hay comentarios.: