jueves, 14 de agosto de 2008

Día nublado

Luego de apagar el despertador Ulises Fantoc se mueve en la cama esperando que esos minutos que le sobran a su desayuno le otorguen una idea. Piensa en su madre, en las veces que trató de disuadirlo de su tarea de buscador de ideas originales, que estudiara una carrera que le sirva “para ganar dinero” y no para darle cinta a los chismes de vecinos que se hastiaban de maltratar a su persona por el simple hecho de no gustarle la plata. Claro, en un barrio pobre de esos que rodean a las industrias fantasmas de años atrás las últimas ideas se las llevó el temporal de hace treinta años. Se pone los pantalones claros, teñidos con cierto tono verdoso en la parte trasera, legado de años de reflexión en el Parque Lezama. Mientras, en su cabeza sigue repasando imágenes mezcladas con sueños poco originales de cosas que ya vio u oyó por ahí y que de nada le servirían para su gran invento.

Mientras bebe café, busca en medio de la oscuridad ese hilo de luz que filtra la cortina e ilumina a una libreta, se acerca, pasa suavemente su mano sobre ella y la guarda en una vieja valija de cuero heredada de la única persona que en verdad confió en él. Entre escalón y escalón repasa el momento en que su abuelo en una tarde en el delta le regaló ese maletín para que en él pusiera “todo lo que un hombre necesita para trabajar”, carga todos los utensillos necesarios para la rutina diaria.

Qué pensaría su abuelo de él ahora, si lo viera en ese estado, a punto de cumplir treinta años y sin nada. Sin una idea en su cabeza ni en su libreta, pero con la certeza añeja en su corazón de no haber alcanzado su destino y que ese momento tan sólo era una prueba más que debía atravesar en el camino que había decidido tomar hace mucho tiempo.

Camina por la calle Garay hasta Perú, saluda a Otto, el alemán que vende diarios desde que su padre arribó al puerto de la boca hace más de noventa años; al llegar a Brasil, se encuentra con el circo de Juancito, una familia de seis malabaristas. Desde el más pequeño al más grande juegan con pelotas y monocicletas, mientras hacen malabares y acrobacias con aros de fuego, ante la atenta mirada de su fastidiado público. Un día de estos los va a invitar a comer a los seis piensa, un gran asado y todos van a jugar a llevar una vida normal, les va a dar delantales y pinturas para el colegio y autitos de carrera para lucirse en el recreo. Pero el semáforo muestra verde para el peatón y durante el camino a su oficina la propuesta se desvanece en la nada.

En Defensa y Brasil le hace un chiste sobre el partido del domingo a Rolo, el encargado de que las gastadas baldosas del Museo Histórico Nacional luzcan brillantes cada mañana. Sigue su ruta, sube la rampa corriendo, vieja costumbre que aún no lo abandona, y elige cuidadosamente el lugar donde pasará sentado el resto del día laboral, la corrida de segundos antes le da una extraña esperanza, es una forma de matar la ansiedad venidera, de acaramelar a ese niño que tiene dentro y que espera para salir a divertirse.

Saca la libreta, la abre con cuidado, luego la birome, en ese momento, siente un golpe en la cabeza que lo deja nublado, mira hacia atrás y un chico de unos ocho años está sonriendo. Lo mira bien y se parece a él cuando tenía esa edad observa su remera embarrada, su sonrisa pícara en busca del perdón y una vez obtenido, la risa y el saludo. Piensa que podría ser él mismo que se encuentra con su pasado, piensa en el pasado, pero también en el presente, sin embargo nada.

En su concentración, distingue sobre la libreta el Río, Río de La Plata lleno de historias de genoveses que arribaron a principios de siglo como él, luchando codo a codo para hacerse un lugar en la naciente urbe porteña. Piensa en la música, en el tango, en aquella letra que cuenta la historia de una rubia debilidad de los arrabaleros, pero qué puede saber él de todo eso, si creció en la provincia, y lo poco que llegaba era resistido por orgullo nomás del oyente, que se cansaba de oír historias fantasiosas de la Capital. Se da cuenta que olvidó el saco, el viento lo despeina, pero ya es tarde para volver y todavía no encontró nada de lo que vino a buscar.

El blanco del papel es contraste en el verde paisaje, aprieta la birome con fuerza, la misma con la que salen esas primeras palabras. De pronto, un trueno lo distrae, un tachón y otra hoja a la basura, lo sorprende un pájaro que se cuela entre sus pies como anunciándole algo, intenta entenderlo pero este lo mira un instante y se escapa. Piensa tal vez que esté equivocado, que todo fue un error, que no sirve de nada ir contra la corriente, que debió escuchar a su madre cuando le aconsejaba sobre su vida. La presión sobre la lapicera hace que su mano comience a transpirar. Nada.

Un hombre mayor con una cicatriz que le cubre todo el pómulo izquierdo se sienta su lado, pese a sus años, su rostro luce media sonrisa, como aquel que está a punto de hacer un chiste o busca caer bien con un comentario que inicie una charla informal. Ulises se percata luego de un rato de su presencia, tiene un rostro familiar, tal vez de uno de esos sueños de años pasados. Cree haber tenido una charla con él donde el anciano le contaba su vida, sus amores y aventuras como viajante de control de aduanas en el África Meridional. El viejo lo mira fijo y solo pronuncia dos palabras “falta poco”, al instante se levanta y se va. Ulises queda tan conmovido que no lo ve alejarse, ¿qué había querido decir ese hombre?. ¿Era una señal? ¿A sus súplicas entre sueños, a su espera agobiante, a sus ganas de ser más, de poder más, de tomar por las astas al toro y a todos los que no confiaron en él? Una gota, dos, tres, en el ambiente comienza a sentirse ese olor que sale de la tierra cuando llueve y lo traslada a tantos lugares. Pero esta vez no. Esta vez está ocupado descifrando la frase del anciano. Los renglones limpios de tinta de la hoja se humedecen con la lluvia, Ulises cierra su libreta, se incorpora, limpia los pastos de su espalda, y se va caminando lentamente bajo la lluvia.






IVO

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